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escritorio



foto de Paula Doce


Lo importante es la mesa y la silla. Lo demás –libros, utensilios, fotos, talismanes…– es accesorio, incluidos los diccionarios, los altavoces y hasta ese ordenador rutilante donde todo parece orbitar en una especie de animación suspendida. Lo importante es encontrar el lugar propicio, la distancia que nos separa del hogar sin perderlo de vista. Aunque no siempre se tiene elección. Como escribía Charles Tomlinson, One builds a house of what is there («La casa se construye con lo que ahí encontramos», según la versión de Octavio Paz), y lo mismo que la casa, el escritorio, el rincón de trabajo. En Sheffield fue, sucesivamente, una mesa sufrida y corpulenta de colegio mayor y un tablero de aglomerado que daba, tras la ventana, a un pequeño solar de tierra negra y arbustos minerales; en Oxford otro cuarto de los trastos, algo menos precario que el anterior, esta vez con vistas a un taller de alfarería y al patio ajardinado donde los jóvenes artesanos hacían un alto para fumar o comer sus sándwiches; en Madrid, años después, fue una salita asomada al bulevar y la sombra casi líquida de las acacias. Siempre lugares pequeños, en pisos bajos, con el mundo exterior a la mano. Casi siempre cuartos traseros, con vistas a un jardín o un patio de luces. Al principio sin nada: apenas un cuaderno, dos o tres libros, un diccionario. La insistencia en la precariedad, sobra decirlo, era una forma perversa de exhibicionismo. Ted Hughes decía haber escrito algunos de sus mejores poemas en una mesita del descansillo y aquello era una invitación clara a excluir toda forma de «pompa y circunstancia», esos aliños de nuevo rico que tanto se estilaban entre nosotros y que ahora –al ver, digamos, a Juan Luis Panero en los tramos iniciales de El desencanto– resultan tan ridículos, como fetiches compensatorios de niños grandes. Claro que el exceso de puritanismo podía ser no menos narcisista. Faltaba la lección del tiempo y su ingrediente principal: la naturalidad. Todo pasa y termina acomodándose como es debido, a su ritmo, que es el ritmo de la vida gastada, desgastada, de las cosas que fluyen y quedan varadas en la orilla y se acopian sin razón aparente. Así que a estas alturas el escritorio –este escritorio que sólo tiene cinco años, pero que es secuela y depósito de los anteriores– es un lugar como cualquier otro, hecho de libros y cuadernos y papeles sueltos y cables y postales y regalos y objetos extraños y utensilios de mesa que intento mantener en un orden más o menos tolerable. Tengo la impresión de que este cuarto –otro cuarto de atrás, otra ventana que mira a un patio interior– ha ido haciéndose de manera imperceptible conforme escribía en las libretas o tecleaba en el ordenador, moviendo y engranando sus piezas según crecían mis trabajos. El espacio mental ha configurado el espacio físico. Lo ha hecho sin plan previo, a golpes de intuición, dejándose llevar por las ganas de decir, la exigencia del decir. Volvemos así al punto de partida. Porque lo importante en realidad –y me apena haberlo olvidado a veces– son las palabras.


[incluido en Proyecto Escritorio, ed. Jesús Ortega, Cuadernos del Vigía, Granada, 2016, pp. 56-57]


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