Ya estoy en Rosario, después de dos días luminosos en Buenos Aires y una rápida (fulgurante) escapada a Córdoba. Entretanto, Anaclara Puiglese ha colgado en la revista del Festival de poesía una breve entrevista que mantuvimos por correo electrónico hace unos días. A quien pueda interesar…
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Todos los derechos reservados: Micaela Pertuzzo |
Todas las fotos del Festival de Rosario, aquí. Y, de paso, un curioso relato de mi visita, el jueves por la mañana, al colegio Parque de España, donde charlé con un puñado de alumnos de secundaria que terminaron psicoanalizándome con sus preguntas. Ha sido un programa tan vertiginoso y cargado de actividades que no he tenido tiempo de escribir nada. Lástima, por lo demás, que no haya ninguna foto del taller de traducción, donde logramos traducir poemas de Charles Simic y Seamus Heaney en un clima francamente agradable de diálogo y trabajo en común (dentro de unos días colgaré el resultado). Ahora me arrepiento de no haber sacado ninguna foto con el móvil...
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transparencia y secreto
Descubrí la poesía de Circe Maia (Montevideo, 1932) hace más de quince años, en una amplia antología de poesía uruguaya que firmaba con prosa combativa el escritor Amir Hamed. El libro parece haberse extraviado en el laberinto de mis múltiples mudanzas, pero recuerdo que era un tomo pequeño, impreso algo pobremente, y que arrancaba de Julio Herrera y Reissig y Delmira Agustini para dar cuenta del variadísimo tapiz de una tradición, la uruguaya, que ha logrado forjarse un sello distintivo más acá de diásporas y discontinuidades históricas. Hamed define a los poetas uruguayos como orientales y así, en efecto, los imagina uno: asomados al balcón del Atlántico, mirando al sur, sintiendo en la nuca la presión combinada de sus dos grandes vecinos sin dejar de escuchar, de reojo, la llamada de una Europa que ha estado siempre en sus venas desde los tiempos de Isidore Ducasse.
Entre los poetas estrictamente contemporáneos (y recuerdo también que me alegró encontrar, a modo de confirmación o prueba del nueve, dos admirados nombres familiares: Eduardo Milán y Rafael Courtoisie) brillaba con luz propia una poeta entonces para mí desconocida. Su nombre era Circe Maia y su obra, escueta y pudorosa, contrastaba con el tono más o menos exuberante del resto. Bastaba con ir pasando las páginas de la antología para detectar al instante sus poemas: islas de palabras rodeadas de blanco, pequeñas esculturas flexibles que introducían una cuña de sosiego en un libro pródigo en versículos y espesuras verbales. Se incluían ahí, no sé, doce o catorce piezas breves que me atrajeron de inmediato y que siguen estando entre mis favoritas, quizá porque fueron las primeras que me llevé a los ojos: un tono reticente y a la vez cordial, la herencia del simbolismo tamizada por la lección de la oralidad y los ritmos conversacionales, frescura y elegancia, interés por el mundo natural y el tiempo secreto de las cosas, Vermeer y Morandi, el misterio de los arrabales y de la penumbra hogareña pero también el esplendor laborioso de las estaciones. Para entendernos, como si la llaneza y la «palabra en el tiempo» de Antonio Machado se hubieran aliado con la precisión y el detallismo sensoriales de Jorge Guillén. O, por retomar la comparación que hice entonces en mi fuero interno: como si la claridad diamantina de un Charles Tomlinson se hubiera hecho más suave y maleable, como si el verso se hubiera impregnado de cadencias domésticas, propias de la vida familiar. Hay en Circe Maia la misma obsesión fenomenológica que en el poeta inglés, pero su sintaxis es otra, más suelta, más humilde, como en este poema característico de su libro De lo visible (1998):
El lenguaje de las asimetrías
El placer de seguir, punto por punto,
lo que los ojos ven: el placer cierto
de desviarse un medio milímetro
–la mirada guiada por la mínima
torcedura del tallo–
y enderezar después y seguir paso a paso
las ramas dobles casi paralelas
una a cada lado del delgado tronco.
Casi iguales… El «casi» se siente entre los dedos
la finísima trama de las asimetrías
casi como un lenguaje.
¿Y qué dice esta lengua tan compleja?
Dice que como nada es idéntico a nada
lo que se dice aquí vuelve a decirse en otro
tono, otro matiz, otra distancia
pero jamás enteramente uno
ni enteramente ajeno.
Solemos asociar la modernidad a sus movimientos más lenguaraces o excesivos, pero olvidamos que una de las vetas más productivas del movimiento moderno es justamente su reivindicación de una nueva «objetividad», una mirada nueva o limpia sobre el mundo, despojada de prejuicios y retóricas fosilizadas: ahí entra tanto la pulsión geométrica o constructiva como la influencia del arte y la poesía orientales, el deseo de brevedad y condensación, la búsqueda de líneas claras y formas tangibles, la lectura depurada de los signos de la naturaleza. Circe Maia representa, en la poesía en lengua española, la vigencia de ese ideario, cercano por un lado a Michaux, William Carlos Williams y el Pound imagistay por otro a poetas griegos como Yannis Ritsos o Yorgos Seferis, a los que ha traducido y comentado con lucidez en su colección de ensayos La casa de polvo sumeria (2011). Sólo que a esa lectura esencializadora Maia superpone, como ya apunté antes, una mirada hechizada por las superficies del mundo (así, Superficies, se llama uno de sus libros mayores, de 1990), los procesos y fenómenos naturales, el constante trasiego de las cosas –piedras, plantas, animales– en su avance o discurrir por el tiempo. A sus ojos, que son los nuestros al leerla, un camino de tierra es tierra que camina, el destello del sol en una hoja de fresno da lugar a un ejercicio de contemplación que pondera cada sutil gradación de la luz, cada cambio apenas perceptible. El mundo gira a nuestro alrededor y su mudanza perpetua es fuente de asombro pero también de preguntas, de duda y perplejidad. Lo ha recordado ella misma en la entrevista con que cierra Obra poética(Montevideo, Rebeca Linke, 2010):
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Creo que el gesto primario de la vida es un abrirse al exterior, comunicarse con algo que no es ella misma y asimilarlo. También ocurre en el gesto elemental de la mirada: hay un irse hacia fuera, hacia el mundo. La poesía es entonces también una mirada que nos lleva hacia la realidad externa, sin dejar de irradiar desde un centro íntimo.
Son muchos quienes se han referido a la voluntad reflexiva o abiertamente filosófica de esta poesía, sin duda influidos por los datos biográficos que conocemos de su autora (estudios de Filosofía en el Instituto de Profesores Artigas, trabajo como profesora de esta materia en un centro de secundaria de la ciudad de Tacuarembó). Pero es preciso advertir que esta dimensión filosófica tiene una raíz netamente vitalista: nace, como en Jorge Guillén, del asombro y la maravilla ante el simple existir de las cosas; y nace también de la experiencia personal, del trato cotidiano con las figuras de la existencia. De ahí que no descarte –no pueda descartar– los aspectos más sombríos o negativos de lo real, la mano disgregadora del tiempo, el muro negro de la muerte. Una presencia, la del tiempo, que ha ido cobrando intensidad con los años («las fauces invisibles / dan cada vez más veloces / dentelladas», se lee en «Velocidad creciente») y que Maia ha conjurado aceptándola con naturalidad, amasando con ella una escritura cada vez más dúctil y abierta al mundo, a los demás, hasta el punto de incluir en su campo de visión una actualidad mediática que en «T.V.», el poema final de Obra poética, es «mancha / de […] crueldad» que «camina a grandes pasos / y oscurece la tierra». Pocos escritores han imaginado o concebido la hora final, la hora de la muerte, con la sencillez y la ecuanimidad comprensiva de Maia en dos poemas que no me resisto a citar por entero y que parecen complementarse, pues si el primero, «Traición», describe la visita de una muerte que no avisa, que no tiene anuncios ni heraldos (algo de lo que también habla uno de sus mejores ensayos, «La (el) visitante»), el segundo, «Imagen final», le concede al moribundo un último deseo, el don de revivir, en la cámara oscura de la conciencia, una imagen veraz o salvadora de lo real.
El último sol no le dijo: soy el último sol.
Nada le previnieron.
El agua resbaló sobre su cuerpo y él no supo
que era el modo en que el agua
decía: adiós. No supo.
Nadie le dijo nada.
Cuando llegó la noche, llegó para quedarse.
Y él no lo supo nunca.
*
A la hora final
cada uno tendrá su pequeño paisaje
para borrar con él esa penumbra
de habitación de enfermo.
Este trozo de río no está mal, por ejemplo,
para guardarlo así: las costas verdes
rodeándolo, brillante, silencioso.
Y son dos movimientos:
mientras el bote avanza
sin ruido, hacia delante,
la imagen, al contrario,
va hacia atrás, silenciosa,
abriendo el pensamiento
y ancla profundamente.
Cuando toque soltar amarras
de una vez para siempre
el viajero no habrá de ver los muros
–frascos, cama, remedios–
sino este río inmóvil
bajo la luz del sol, resplandeciente.
Dos notas, sin embargo, distinguen la poesía de Circe Maia y hacen de su lectura una experiencia seductora, una de las más hospitalarias en nuestro idioma. Por un lado, el correlato mítico o literario, préstamo de sus amados poetas griegos que asoma de manera ocasional para dar profundidad (temporal, imaginativa) a la reflexión del poema. Así «Visita del arcángel Gabriel» o «Prometeo (de un cuento de Kafka)», donde el mito, además, se lee al trasluz de su reelaboración contemporánea. Por otro, el tono suelto, casi conversacional de los poemas, esas «palabras de familia» con que se desgranan y envuelven al lector. Digo «envuelven» porque, en efecto, algo tienen de confidencia, de palabras que dan vueltas en torno a un núcleo vacilante, hecho de preguntas y breves apartes que simulan el compás del monólogo interior: hay exclamaciones, comienzos elípticos o in medias res, interpelaciones que buscan, tal vez, la complicidad del lector…
El resultado es una poesía que habla como ninguna otra en nuestro idioma. Una aleación en la que resuena el legado del simbolismo, de Juan Ramón en adelante, y el metal afectuoso, abierto y hasta algo didáctico de una voz familiar que sabe, con Teresa de Jesús, que Dios anda entre fogones: el hogar, los niños, los afectos cercanos y las rutinas domésticas son otros tantos espacios de la iluminación que comparecen en sus poemas y propician el salto meditativo.
A lo largo de los nueve libros que componen su Obra poética desde la publicación de En el tiempo en 1958 (si descontamos el juvenil Plumitas e incluimos Destrucciones,libro de poemas en prosa editado en 1986 que tiene algo de viga maestra del conjunto), la poesía de Circe Maia es un ejemplo de naturalidad, mesura expresiva y percepción lúcida. También de raro decoro: no hay aquí confesiones no pedidas ni exabruptos subjetivos; las pocas veces que habla de sí misma lo hace casi en tercera persona, con una impersonalidad que nunca es huraña o distante. Muy al contrario. Sentimos que eso que se nos cuenta con palabra cordial nos incumbe aunque sea misterioso, o elusivo, o difícil de entender por nuestra parte. Se cumple así la «Invitación» al lector silencioso que ella formula en su último libro y que es también deseo, como expresa en «El medio transparente», uno de sus mejores poemas, de que las palabras no se impongan en exceso, de que hagan del poema un lugar habitable y no estorben el encuentro:
Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.
Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
–¿qué verías detrás?– y no adornarlas […]
*
[…] Si tu voz irrumpiera
y quebrara esta misma
línea… ¡Adelante!
Ya te esperaba. Pasa.
Vamos al fondo. Hay algunos frutales.
Ya verás. Entra.
[Publicado en el número 28 de la revista Palimpsesto, Carmona (Sevilla), primavera 2013. Incluido en el libro de próxima publicación Las formas disconformes, Libros de la Resistencia, Madrid, 2013]
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hormigas 5 hormigas
Se acomoda frente al televisor y comprende, de pronto, que está muerto. Las imágenes que aparecen en pantalla son la vida en directo de sus viejos amigos, el murmullo incesante de colegas y camaradas. Ahí están todos, la gente que ha quedado atrás; ahí está el hueco de sí mismo.
Sólo acepta una idea si sale rebotada de la pared, si vuelve a él con una mella.
El escritor, que cambia la mitad de sus huellas por palabras. Es su manera de no dejar rastro.
Por miedo a que el secreto le comiera por dentro empezó a hablar. Y ahora, de tanto hablar, se le ha olvidado.
Tapa una página del libro, por delicadeza, para que no le vea leyendo la página de al lado.
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robinson jeffers / halcón herido
I
El pilar astillado del ala es una muesca en el hombro maltrecho,
el ala cuelga como un pendón caído
y ya no puede usar el cielo eternamente, solo vivir con hambre
y dolor unos días. Ni gatos ni coyotes
abreviarán el tiempo de espera de la muerte, su captura sin garras.
Apostado en mitad del encinar, espera
al animal tullido que lo salve; o vuela de noche en un sueño
recordando la libertad; despertar es su ruina.
Es fuerte y el suplicio es peor para los fuertes, la impotencia es peor.
Los sabuesos del día llegan y lo atormentan
desde lejos, nadie sino la muerte redentora humillará ese cráneo,
la intrépida destreza, las terribles pupilas.
El Dios salvaje del mundo es compasivo a veces con aquellos
que piden compasión, no con los arrogantes.
Vosotros no le conocéis, gentes de la comunidad, o le habéis olvidado;
inclemente y brutal, el halcón le recuerda;
bello y salvaje, los halcones y moribundos le recuerdan.
II
Antes mataría a un hombre que a un halcón, salvo por el castigo;
pero al gran ratonero
no le quedaba sino el dolor inhábil
de su hueso quebrado, irreparable, el ala que al moverse
se mecía bajo sus garras.
Lo cebamos durante seis semanas, le di la libertad,
vagó por la región del promontorio y a la noche volvió suplicando morir,
no como un pordiosero, sino con la soberbia despiadada
de sus viejas pupilas. El regalo de plomo llegó al atardecer.
Cayó tranquilo,
mullido como un búho, con suaves plumas femeninas; mas lo que
ascendió planeando: esa feroz urgencia: los martinetes
junto al río desbordado gritaron de temor mientras se levantaba
hasta desenfundarse casi del todo de la realidad.
Descubrí la existencia de Robinson Jeffers (1887-1962) hace algunas semanas, gracias a un ensayo de Robert Hass en su libro What Light Can Do. Quiero decir que había leído su nombre en varios manuales y antologías, pero no le había prestado atención. No sabía nada de su poesía ni tampoco de su leyenda, pues existe una leyenda Jeffers, una historia que arranca en 1914 con la llegada del poeta y su mujer, Una, a la costa californiana de Big Sur, y su asentamiento en las afueras de Carmel, en un promontorio con vistas al Pacífico. Jeffers, que no encontró su voz característica hasta bien pasada la treintena, después de varios titubeos y salidas falsas, terminó siendo una versión literaria del vaquero crepuscular, el hombre hecho a sí mismo que da la espalda a la sociedad (aunque siempre a una distancia prudente del pueblo más cercano) y parece regirse por sus propias normas.
Ta vez lo que más ayudó al mito fue que allí, en el promontorio de Carmel Point, Jeffers levantó con los cantos de granito del acantilado una casa que bautizó como Tor House. La casa sigue en pie, al igual que Hawk’s Tower, la torre que construyó para su esposa y sus hijos y que parece un eco, en la distancia, de Thoor Ballylee. Aunque la torre de Jeffers no era una reliquia venerable ni cumplía ninguna función simbólica o esotérica, como en Yeats: la erigió con sus propias manos entre 1920 y 1924, y tanto la torre como la casa tienen en las fotos ese aire entre caprichoso y anacrónico que es la marca del aficionado; o dicho en forma de ecuación: como si un dibujante de Disney hubiera decidido hacer art brut.
Jeffers fue un poeta popular, mucho más que sus contemporáneos Eliot o Williams (llegaron a darle la portada de la revista Time), y sus poemas dramáticos, hechos a la manera de las tragedias griegas y recorridos por la misma violencia gore (incesto, asesinato, parricidio), parecen haberse vendido como rosquillas. Hoy se le recuerda más bien como el autor de un puñado de poemas breves en los que la naturaleza, the wild, es retratada en todo su esplendor y belleza impiadosa. Porque la naturaleza, para él, es más bella cuanto más indiferente hacia unos hombres que se tienen por medida de todas las cosas y que no asumen –que son incapaces de asumir– su pequeñez, su egoísmo innato.
Uno de esos poemas, quizá el más antologado de los suyos, es este «Halcón herido», que parece un anticipo de la escritura de Ted Hughes: hay en los dos una visión casi idéntica de la poquedad del hombre y la grandeza del mundo natural, encarnada en este caso en la figura de un ratonero con el ala rota que ha de ser sacrificado. Y el ritmo de Jeffers, ese verso líquido y abrupto a la vez, trufado de arcaísmos y acotaciones escénicas, es también el de muchos poemas de Hughes. Sólo se diferencian en que el americano es más didáctico, más dirigiste, y no se resiste a tutelar de vez en cuando al lector. Al fin y al cabo, quien ha levantado una torre con sus manos tiene derecho a farolear un poco, sobre todo si hay visitas.
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paisaje
Fueron los años mejores,
los años del surco y el sembrar.
Ahora todo es hacer cuentas,
la dosis que amansa.
El cielo no tiene nada que decirte
pero seguirá girando.
Muros altos, claraboyas,
polvo en suspensión
que simula un firmamento.
Bienvenido a la tristeza
de los almacenes.
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heaney / tres instantáneas
El pasado miércoles 20 de noviembre se celebró en la Residencia de Estudiantes un encuentro en memoria del poeta Seamus Heaney. Se trataba, en realidad, de leer algunos de sus poemas en inglés y en español, de compartir anécdotas curiosas o significativas, y también (quizá lo más importante) de rescatar viejas grabaciones en vídeo donde Heaney lee poemas y habla de poesía con su habitual finura, esa capacidad suya para pasar en un instante de la declaración seria al guiño travieso, subrayando la hondura o pertinencia de sus apreciaciones con una pequeña broma. Sólo leí dos de estas tres instantáneas: la primera me parecía demasiado extensa y hasta impertinente en el contexto del salón de la Residencia. La comparto ahora en esta bitácora, como un saludo final a quien tanto hizo por, desde y en la poesía. Descanse en paz.
córdoba, abril de 2008, cosmopoética. Era la hora del almuerzo (esos almuerzos tardíos y algo desaforados de los festivales) y seguía esperando el segundo plato cuando uno de los organizadores se acercó para decirme que Heaney había llegado al hotel y quería verme para preparar la lectura de aquella noche, en la que yo leería la traducción española de sus poemas. Un aviso que interpreté como una orden. El hotel estaba en la otra punta de la ciudad, pero si uno seguía el curso del río era un trayecto diáfano, sin pérdida. Iba tan absorto, tan inquieto por la aprensión, que apenas me fijé en los nubarrones, el cielo negro a punto de estallar en una tormenta. Digo mal: no tormenta, sino una tromba feroz, cerrada, implacable, que me obligó a correr como un sprinter. Cuando llegué al hotel, diez o quince minutos más tarde, estaba empapado de la cabeza a los pies, chorreando como un besugo y jadeando ruidosamente. Evité como pude la mirada del recepcionista y me dispuse a esperar la llegada del ascensor. Y entonces, al abrirse la puerta, lo primero que vi fue a Heaney mirando al frente con unos papeles y un libro en la mano. Y lo primero que vio Heaney fue a un huésped del hotel a punto de diluirse en un charco del piso. Me quedé inmóvil. Él frunció el ceño, sonrió con sus ojos achinados, extendió el dedo índice de la mano derecha y preguntó: ¿Chóodi? Yo asentí y dije a mi vez: ¿Séimus?Él entonces soltó una carcajada y dio un paso hacia adelante. Fue un segundo: vi que me daba una mano y que la otra, la que aferraba libro y papeles, se dejaba caer sobre mi hombro, como si quisiera reforzar el saludo con un gesto a medio camino del abrazo. Y ahí se quedó. Reprimí el instinto de retroceder para no llenarle de agua, y sólo atiné a murmurar: I think I’d better have a shower and change… Él soltó una segunda carcajada y dijo: I’ll wait for you in the bar. Y allá se fue, con una mancha de agua en sus papeles y secándose la mano en el bolsillo del pantalón. Tres segundos más tarde, mientras el ascensor echaba a andar, pensé que si la primera impresión es determinante, yo no lo habría hecho mejor ni ensayando.
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madrid, febrero de 2009. Aún recuerdo cómo Heaney nos pidió, el primer día de su visita al Círculo de Bellas Artes, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Fue un buen ejemplo, un modelo indudable de lo que él mismo llamó «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de atención y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir, aunque dure unos minutos, aunque implique sólo unos versos o unas pocas imágenes aisladas.
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avilés, abril de 2013. Al acabar su lectura en la Cúpula del Centro Niemeyer, subimos a la Torre donde está instalado el restaurante del cocinero Koldo Miranda. Allí la cena fue una sucesión de pequeños y suculentos platos de nueva cocina que Seamus y su esposa Marie iban celebrando de forma cada vez más entusiasta y sonora. Había sido un día agotador (entrevistas a medios, idas y venidas sin fin, más la lectura propiamente dicha), pero al terminar la cena quisieron saludar personalmente a los cocineros para felicitarlos. El taller de cocina tenía el aire intimidatorio de un laboratorio de bioquímica, pero Seamus no dudó en acercarse a la tarima donde seguían trabajando para darles las gracias y presenciar cómo elaboraban los postres del día siguiente. Había un deleite evidente en su rostro: no el del glotón, desde luego, sino el del artesano que disfruta con el proceso, que descubre en la atención reconcentrada de su colega un reflejo de su propia intimidad creativa. Esa misma tarde había confesado a una periodista que los años le habían permitido relajarse un poco y disfrutar con la escritura del poema. Y ese mismo saborear el momento es también lo que hizo demorarse en la cocina de Koldo, mirando con atención el trabajo de los marmitones, alargando la noche cuanto fuera posible. Al día siguiente, mientras desayunábamos, recordamos la visita a la cocina. Entonces se le escapó una sonrisa cómplice: No estaría mal poder comernos alguno de los postres de ayer. Y ahí sí, ahí estaba la avidez del que empieza con ganas una nueva jornada, como cuando en su viejo poema «Ostras» decía comerse «el día / a conciencia, para que su regusto / me llevara en volandas a ser verbo, puro verbo». Es así, con esa mirada de niño travieso, con los hombros temblando y contrayéndose de risa reprimida, como me gusta recordarlo ahora. Esa complicidad, sobre todo.
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w. g. sebald / 2 poemas ingleses
Recuerdo
que un día
un año después
de la caída del
imperio soviético
compartí un camarote
en el ferry
de Hoek
van Holland con
un camionero
de Wolverhampton.
Él & otros
veinte debían
llevar camiones
obsoletos
a Rusia pero
aparte de eso
no tenía ni idea
de adónde se
dirigían. El capataz
estaba al mando &
en cualquier caso era
una aventura
dinero fácil & ya sabes
dijo el conductor
fumándose un Golden
Holborn en la litera
de arriba antes
de dormirse.
Aún puedo oírle
roncando mansamente
toda la noche,
verle por la mañana
bajar la
escalerilla: grandes
calzones negros,
enfundarse la
sudadera, la gorra
de béisbol, ponerse
los vaqueros & las deportivas,
cerrar la cremallera
de su bolsa de plástico,
restregarse la cara
sin afeitar con ambas
manos, listo
para el viaje.
Me daré una
ducha en Rusia
me dijo. Yo
le deseé
buena suerte. Él
respondió un gusto
conocerte Max.
Ola de calor en octubre
Desde el paso elevado
que conduce
al túnel Holland
vi
el disco rojo
del sol
levantándose sobre
la ciudad prometida.
Poco después
del mediodía
el termómetro
marcaba ochenta y
cinco & una neblina
azul metálica
colgaba sobre
las torres relucientes
al tiempo que en la conferencia
sobre el cambio climático
de la Casa Blanca el
presidente escuchaba
hablar a los expertos
sobre la conversión
del alga verde
en biocarburante & yo
yacía en la penumbra
de mi cuarto de hotel
muy cerca de Gramercy
soñando a través
del fragor de Manhattan
con un gran río
que corría hacia
una catarata.
Por la noche
en una recepción
me quedé todo el rato
junto a un gran ventanal abierto
& sentí lástima
del árbol tullido
que crecía en un tiesto
en el patio.
Prácticamente des-
hojado era
de una especie
incierta, su tronco
& sus ramas
envueltos por
cables con pequeñas
bombillas eléctricas.
Una joven
se me acercó
& me dijo que aunque
estaba de vacaciones
se había pasado
el día entero en
la oficina
que a diferencia
de su piso tenía
aire acondicionado &
era fría como la
morgue. Allí,
me dijo, soy
feliz como una ostra
abierta
sobre un lecho de hielo.
6 de octubre 1997
Trad. J. D.
En Across the Land and the Water: Selected Poems 1964-2001 (Penguin, 2012), amplia selección de los poemas deW. G. Sebald (1944-2001) que ha editado y traducido con buen criterio el escritor escocés Iain Galbraith, se incluye un pequeño apéndice con dos poemas que Sebald escribió originalmente en inglés a mediados de los años noventa: «I Remember» y «October Heat Wave». Comparece en ellos una respiración y una estructura versal análogas a las de su poesía en alemán, pero aligeradas por una relación algo más distante o mediada con la palabra. Se mantiene su ironía compasiva, la tensión con que lee en el paisaje los signos de la historia y el presente, pero pierde fuerza su ardor etimológico, ese afán por crear nudos de ambigüedad y alusión que distingue a los poemas que escribió en su lengua materna. Más directos, más puramente sugestivos, estos dos poemas «ingleses» de Sebald tienen mucho de entrada de diario o de cuaderno de viaje y ofrecen otra versión de la perspectiva de observador, de testigo en segundo plano, que suele adoptar en su prosa: nacidos de la perplejidad, del extrañamiento, nos ofrecen, curiosamente, la veta quizá más doméstica y cercana de su obra.
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2 ecos
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Josef Albers |
Una de las alegrías del Festival de Poesía de Rosario fue la de conocer a dos estupendos poetas con los que de inmediato se estableció una corriente de afinidad y afecto mutuo: la dominicana (pero radicada en México) Ariadna Vásquez y el hondureño Fabrizio Estrada. Fabrizio, en concreto, me impresionó por su compromiso con la difícil realidad de su país, su descripción lúcida de la violencia que asola Honduras, la forma en que iba desanudando, con pasión meticulosa, las raíces de un conflicto que invade y contamina todos los estamentos de la sociedad. Fueron charlas aleccionadoras, llenas de datos y al mismo tiempo de emoción, de rabia contenida. Recuerdo cómo disfrutaba de sus paseos por Rosario, de esa libertad que tantos damos por supuesta para caminar sin miedo ni aprensión por las calles de una ciudad: vagar sin rumbo, tomar un café en una terraza o llevar a los niños al parque sigue siendo un lujo en demasiadas partes del planeta. Un viejo sueño cívico que Fabrizio preserva en sus poemas y también en su activismo político, su lucha cotidiana con los demonios de la violencia, la corrupción y la miseria.
Semanas después, Fabrizio ha tenido la gentileza de colgar en su bitácora (del párvulo) algunos poemas de mi viejo libro Otras lunas. Me siento muy cómodo con su elección, también con el breve texto introductorio que ha escrito. Resulta curioso ver cómo alguien adopta y hace suyos poemas que se escribieron hace doce o quince años: nueva piel para viejas ceremonias, como tituló Leonard Cohen uno de sus discos. Gracias, Fabrizio.
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El poeta y crítico Julio César Galán ha tenido la amabilidad de invitarme a colaborar en «Cajón de Dante», sección de la página web de la editorial Pre-Textos que intenta dar a conocer el trabajo inédito de sus colaboradores. Yo he agrupado algunas viejas entradas de mi cuaderno en un pequeño tríptico que quizá resulte familiar a los lectores habituales de esta bitácora. Es un honor estar ahí, la verdad; un regalo que hace más llevadero el camino. Gracias, Julio.
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a fiver
Cuando todos tenemos opiniones, nadie comprende nada.
¡Cuánta obediencia! Siempre responde a quien pregunta.
Ese momento en que la frase se revuelve y te clava su aguijón por la espalda.
Allí, si nadie te mira a los ojos al menos una vez al día, mueres.
Máscaras que se ajustan a la perfección, hechas con todo lo que uno ha callado.
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ec51
Quizá esté mal que yo lo diga, pero el nuevo número de El Cuaderno(ya estamos en el 51) es un prodigio: un gran dossier de apertura sobre Amanece que no es poco con motivo de los 25 años de su estreno, un largo artículo inédito de Seamus Heaney sobre Charles Simic y poemas de W. G. Sebald, Zbigniew Herbert, Tomas Tranströmer, Julia Hartwig, Thomas MacGreevy y el propio Heaney, más las reseñas de costumbre (destaca la de Moisés Mori sobre Coetzee) y la revelación de un fotógrafo al que no conocía pero que me ha encantado: Javier Riera. Suya es la imagen de portada, diseñada con mano maestra (como todo el número, como todos los números) por Helios Pandiella. Hay mucho más, y está aquí.
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ser / estar
Ese raro instante en el que el consenso natural sobre la valía o la excelencia de un escritor se alía con un rencor inconfesable (hasta para quienes lo experimentan) que silencia su nombre y lo hace desaparecer de los libros de registro. Se le toma prestado, se le saquea incluso, pero las ideas que puso en circulación y que ahora son moneda común ya no llevan su nombre ni su efigie, parecen haber estado ahí desde siempre, algo tan evidente o natural como el aire que respiramos.
Este silenciamiento es en parte un acto de venganza compensatoria, pues suele reemplazar –como demuestra el caso reciente de Paz, y antes de Eliot o de Ortega– a una fase de apoteosis del escritor, esa gloria en vida donde nada parece ocurrir sin su permiso. Durante un tiempo las ideas van y vienen en préstamo y su anonimato es más fingido que real, pues casi todo el mundo conoce su procedencia y colabora en el expolio. Si sobreviven, la siguiente generación las recibe como parte de una herencia sospechosa y procede a ponerlas bajo su lupa. Y así en un vaivén nada inocente que a menudo hace reflotar los nombres, como pecios de un barco naufragado, y los arroja contra la playa de la curiosidad popular o mediática: biopics, artículos de prensa dominical, denuncias y acusaciones, biografías aguadas que siguen el patrón de las vidas de santos (hasta el punto, por ejemplo, de convertir el suicidio en una variante moderna o aceptable del martirio)…
Ahí está el nombre, secándose al sol, desgajado de una obra cuyas intuiciones más aceptables son ya parte de un sistema cultural que fluye sin descanso y que al hacerlo no deja de reescribirse, dando vueltas sobre un centro que sólo existe por omisión. Demasiados malentendidos, tal vez. Y, sin embargo, parece que no seríamos nada sin ellos.
Ahí está el nombre, secándose al sol, desgajado de una obra cuyas intuiciones más aceptables son ya parte de un sistema cultural que fluye sin descanso y que al hacerlo no deja de reescribirse, dando vueltas sobre un centro que sólo existe por omisión. Demasiados malentendidos, tal vez. Y, sin embargo, parece que no seríamos nada sin ellos.
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entonces, ruskin
Sí, créanme, a pesar de nuestra amplitud de miras política y nuestra filantropía poética; a pesar de nuestras casas de beneficencia, hospitales y escuelas dominicales; a pesar de nuestros empeños misioneros en predicar fuera lo que no logramos hacer creer en casa; y a pesar de nuestras guerras contra la esclavitud, enmendadas por la presentación de ingeniosos proyectos de ley... se nos recordará en el curso de la historia como la generación más cruel, y por lo tanto más insensata, que jamás asoló la tierra: la más cruel en relación a su sensibilidad y la más insensata en relación a sus conocimientos científicos. Ningún pueblo, comprendiendo el dolor, infligió tanto; ningún pueblo, conociendo los hechos, actuó menos conforme a ellos.
John Ruskin, The Eagle’s Nest (1872), lección II, § 35
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700
Abrí esta bitácora en agosto de 2006. Siete años y cuatro meses más tarde, le toca el turno a la entrada número 700. Si hago promedio, significa que he colgado una entrada cada cuatro días, lo que no está mal para una página que nació casi a escondidas, con el solo propósito de compartir traducciones, aforismos, apuntes sobre esto o aquello… en fin, lo que surgiera. Por el camino se han ido creando sintonías, afectos, amistades incluso. Por el camino se han escrito al menos dos libros que no existirían sin la exigencia o mandato interno que encarna esta página. El contador indica que Perros en la playa tiene 300 seguidores, aunque asumo que muchos se habrán bajado en algún momento del viaje; treinta ya me parecerían muchos. Si eres de los que siguen visitando y leyendo esta página, acepta por favor mi agradecimiento.
Dicen que la del blog es una moda que ha perdido fuelle y que no tardará en desaparecer. No sé. Para mí nunca ha sido una moda, sino un modo de ser más fiel al carácter disperso y diverso de la escritura, un reflejo bastante respetuoso del caos que impera en mi escritorio. Así que no es probable que lo deje en un futuro más o menos inmediato (lo que no quita para que me tome algún descanso de vez en cuando)... Mientras alimentar a la bestia no me condene a pasar hambre, aquí estaré.
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Las palabras se mueven, la música se mueve
solo en el tiempo; pero lo que tan solo vive
solo puede morir. Tras hablar, las palabras
alcanzan el silencio. Solo por la forma, la pauta,
pueden palabra o música alcanzar
la quietud, como ahora un jarrón chino
se mueve eternamente en su quietud.
No la quietud del violín mientras la nota dura,
no aquella solamente, sino la coexistencia,
o digamos que el fin precede a su comienzo,
y que fin y comienzo estuvieron presentes
antes del comienzo y después del fin.
Y todo es siempre ahora. Las palabras se tensan,
se resquiebran y a veces rompen bajo la carga,
bajo el esfuerzo, escapan, resbalan y perecen,
la imprecisión las roe, no saben su lugar,
no saben estar quietas. Voces aullantes
que reprenden, se burlan o solo parlotean
no cesan de asaltarlas. La Palabra en el desierto
es atacada, sobre todo, por voces tentadoras,
la sombra sollozante en el baile funerario,
el sonoro lamento de la desolada quimera […]
T. S. Eliot, «Burnt Norton», V (fragmento)
trad. J.D.
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cuadrante
Caminó sobre sus propias palabras hasta llegar al principio.
Habla como si las palabras se deslizaran por la alfombra roja de su lengua.
Reprimo de tal modo mis ganas de aplaudir que he dejado de oírle.
Reprimo de tal modo mis ganas de aplaudir que he dejado de oírle.
Cosas que solo muestran su genuino valor al cubrirse de polvo.
Se saca el corazón y lo pone a volar igual que una cometa.
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a medias
Leo el libro de un contemporáneo tenido por cordial y accesible, y me doy cuenta de que apenas comprendo la mitad de los poemas, que sin embargo hablan de sucesos y escenas cotidianas y hasta banales. Es como si tuviera miedo de llamar a las cosas por su nombre pero tampoco se decidiera a llamarlas por un nombre de su propiedad. Su apocamiento me sorprende y me impacienta, como quien se ofrece tibiamente a invitar, y aventura incluso una mano en el bolsillo, a sabiendas de que será otro –mira que no seas tú– quien pague la nota.
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heather buck / la propuesta
Esta tarde, mientras la luz recorre
con imposible lentitud el huerto
y yo me giro, inquisitiva,
mi mano entre tu mano,
mis ojos buscando un sentido
a las nubes que oprimen
el vasto escenario del cielo,
¿aceptarás conmigo ese sendero
que existe solo cuando lo pisamos,
esa casa que respira a la vida
solo cuando se la comparte,
esa jarra de vino
que se llena cuando bebemos?
Traduje este breve poema de Heather Buck(1926-2004) hace como quince años, poco después de leerlo en el que sería, a la postre, su último libro. El título era simbólico y premonitorio: Waiting for the Ferry (1998); donde «ferry» remite, como es obvio, a la barca de Caronte.
Poco he llegado a saber de su autora. Colaboraba habitualmente en Agenda, la revista fundada y dirigida por William Cookson, y había publicado en la editorial de la revista un lúcido estudio sobre la via negativacomo fuente de afirmación en los Cuatro Cuartetosde Eliot. Waiting for the Ferry era su cuarto libro de poemas y lo editó Anvil Press, en cuya página web he encontradolos únicos datos biográficos de que dispongo: Heather Buck nació en Kent in 1926. Comenzó a escribir en 1966 tras someterse a un análisis jungiano. Vivió en Lavenham, Suffolk y murió en 2004.
La referencia a Jung puede llamar a engaño: la poesía de Buck es clara, incluso sencilla, y tiene la sequedad –el toque inexorable– de quien ha pensado mucho lo que quiere decir y no se anda con rodeos al decirlo. Pero es también una poesía humilde, llena de empatía imaginativa, capaz de levantar los velos del mundo y ver lo que allí se esconde. «La propuesta» (originalmente «The Proposal») parece un poema sin aristas y sin embargo me ha llevado todos estos años dar con una versión satisfactoria. Quizá mi error fue que inicialmente opté por un ejercicio de reescritura libre que a punto estuvo de aparecer en mi libro Gran angular. Un error de soberbia: ninguna libertad que yo pudiera tomarme podía mejorar el poema o hacerlo más nítido, más rotundo.
Después de volver sobre él y hacer algunos ajustes, lo comparto en esta bitácora a modo de felicitación navideña. El año ha sido largo y duro y se cierra con presagios muy negros sobre el futuro de nuestras libertades y nuestra salud democrática. Ojalá 2014 nos depare al menos alguna satisfacción colectiva, que buena falta nos hace. Entretanto, no sin una mezcla de rabia y hartazgo (también de esperanza), os deseo a todos muy feliz Navidad.
The Proposal
This evening, as the light dawdles
impossibly slow in the orchard
and I turn and question you,
my hand linked to yours,
my eyes trying to spell out
the meaning of clouds
humped over a vast arena of sky,
will you acquiesce in a path
that exists only by treading,
in a house that is breathed
into life only by sharing,
in a jug full of wine
replenished by drinking?
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yeats / su alabanza
¿Qué sería de las navidades sin unos versos de Yeats? Hacía tiempo que no publicaba un poema suyo en esta bitácora. Este en concreto apareció por vez primera en Los cisnes salvajes de Coole (1919) y es uno de los últimos rescoldos de su amor por Maud Gonne, escrito quizá cuando estaba a punto de contraer matrimonio (en 1917) con Georgie Hyde-Lees. En cualquier caso, es una criatura extraña, un poema amoroso con toques anecdóticos y un fondo –muy al fondo– de leve humor.
Sirva en cualquier caso para cerrar el año y dar la bienvenida al que viene. Que no nos sea leve, pues eso significaría que la sangre no corre por nuestras venas. Pero que tampoco nos abrume con un peso excesivo, no vaya a acostumbrarse. Feliz 2014 a todos.
Entre quienes merecen alabanza es ella la primera.
He deambulado por la casa, he ido de un piso a otro
como un hombre que edita nuevo libro
o una joven que estrena traje nuevo,
y aunque he manipulado la charla con astucia
de forma que su elogio saliera a colación,
una mujer terció con un cuento reciente, tomado de algún libro,
de un hombre medio envuelto en un sueño confuso
que apenas conservaba memoria de su nombre.
Entre quienes merecen alabanza es ella la primera.
No hablaré más de libros ni de la larga guerra
sino que pasearé junto al árido espino hasta que encuentre
a un mendigo escondiéndose del viento, y allí hablaré con él
de modo que su nombre termine apareciendo.
Si tiene harapos suficientes sabrá su nombre
y lo dirá con gusto, pues en los viejos tiempos,
aunque obtuvo el elogio de los jóvenes y la censura de los viejos,
entre los pobres fue alabada igualmente por jóvenes y ancianos.
Trad. J. D. / El original, aquí.
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para empezar
Para empezar el año, estos versos de Eliseo Diego como divisa: «Vivir aquí o allá será una pena, / pero vivir es más que la alegría: / alguien me lo susurra en la memoria / tal como el corazón me lo decía».
Aquí o allá, pero siempre en uno, para que no haya dudas sobre cuál es la fuente de esta avidez, esta insistencia, que no remite.
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hotel insomnio
La niña de los vecinos sufre algo parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación, la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa, la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil: zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja, pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas. Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del amanecer.
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