Lo llamaremos «el crítico», porque a eso, a criticar, ha dedicado su vida. Dice que es feliz leyendo, que nunca le faltará la alegría mientras haya libros por leer. Dice ir por la vida con paso risueño, como un personaje de dibujos animados. Ama, así nos lo asegura cada poco, su vida rutinaria y provinciana, de solterón satisfecho de sí mismo.
¿Por qué, entonces, todo lo entristece y lo hace pequeño, mezquino? No hay reseña en la que no ponga reparos; no hay párrafo en el que no ponga su dedo pueril sobre un fallo presunto o imaginado. Incluso en los libros que le gustan o excitan su entusiasmo –sobre todo en ellos, en realidad, y más si el autor es alguien cercano–, no pierde ocasión de señalar errores, miopías, limitaciones de este o aquel. Nada merece su aprobación si no lo mengua un pellizco y lo desluce con la sombra de su condescendencia.
Eso sí, no cabe enfadarse. Los que han visto sus libros así tratados saben que no importa, que todo es cosa de su exhibicionismo infantil, su impertinencia, como un niño repelente que no para de levantar la mano para llamar la atención de su maestro (quizá es que el maestro, puestos a seguir esa lógica, somos nosotros, que su miseria de espíritu necesita nuestra aprobación). Pero es todo un poco triste, un poco sucio, un síntoma de mezquindad que nos rebaja por asociación. Pobre libro, verse manoseado de este modo… Y la rueda gira y un buen día nos llega el turno: siempre habrá repuestos para el juego triste de este niño grande.