Asisto a un encuentro de jóvenes poetas y críticos. Durante las dos horas largas que dura el debate se escucha un peloteo trabajoso de citas, conceptos y argumentos. Con una salvedad: a nadie –y esto no puede ser casual– se le ocurre mentar la palabra «imaginación».
Todo más claro, cuando comprendo que soy el único al que esta omisión parece importarle.